Abatido por la desaparición física de don José Saramago, el mundo pierde a un activista de primera línea, que en Europa, en Palestina, en Latinoamérica, en Chiapas, en México, siempre salió, en el momento justo, en defensa de quienes más lo necesitaban. Pero tras la muerte de este portugués universal, la humanidad se queda con un grandísimo escritor vivo, en plenitud de facultades, lleno de fortaleza, de juventud, de ingenio, de fantasía, de humor, de erudición, de clarividencia y de poder narrativo, que será inmortal hasta el fin de los siglos mientras alguien lo lea.
Cuento dos anécdotas que pintan de un plumazo la admirable vitalidad que a los 79 años le permitía viajar sin descanso por todo el planeta, escribir novelas maravillosas, pelear en la prensa, y comer y cantar con una alegría casi infantil. En marzo de 2001, durante una reunión en casa de Ricardo Rocha, a la que asistían Manuel Vázquez Montalbán; Laura Lara, de Alfaguara; el anfitrión y su familia; don José y Pilar del Río, su esposa, a cada rato Saramago volteaba hacia mí, alzaba discretamente su copa o sonreía con un guiño, al cual yo, atónito, le correspondía sin entender qué pasaba.
Había tenido el privilegio de conocerlo dos años antes en Venecia, donde me concedió una entrevista sobre la guerra de Kosovo, y meses después, por Laura Lara, de Alfaguara, supe que había quedado muy satisfecho. ¿Esa era la causa por la que en casa de Ricardo Rocha con tanta frecuencia me sonreía? ¡Qué va! Es que yo estaba sentado junto a una señorita pelirroja guapísima, a la que el maestro no cesaba de coquetearle, y de piropearla en silencio, con miradas de suplicante seducción.
Era la víspera de la llegada al Zócalo de la Marcha del color de la tierra. Al otro día, muy temprano, Saramago, Pilar del Río, Vázquez Montalbán, Ricardo Rocha, sus hijos, la pelirroja guapísima y yo, acudimos a recibir a los zapatistas comprimidos como adolescentes en dos pequeños automóviles, y todavía hicimos escala en el Fiesta Americana para recoger a Joaquín Sabina y a Ximena, su novia; él, verde porque no había dormido, ella fresca, radiante y dicharachera.
Miles y miles de personas colmaban la Plaza de la Constitución cuando bajamos de los cochecitos ante el Antiguo Palacio del Ayuntamiento, donde por cortesía del Gobierno del Distrito Federal nos instalaron en una oficina del primer piso con vista al Zócalo. Don José y Pilar iban de paliacate rojo al cuello, como los indígenas rebeldes, pero él se impacientó porque desde aquellas angostas ventanas era imposible apreciar la dimensión colosal del evento.
Ansioso por ver más, Saramago desapareció con Vázquez Montalbán, y mientras Sabina moría por falta de cerveza, y Ximena y la pelirroja trataban de conseguírsela, Pilar del Río preguntó y supo que su incorregible marido, el premio Nobel de Literatura 1998, estaba nada menos que en la azotea del GDF, brincando y gritando con el puño en alto, lanzando vivas a los comandantes y las comandantas del EZLN y al subcomandante Marcos.
–¡Por favor! –le dijo Pilar del Río, angustiada, a la pelirroja guapísima—. ¡Sube y, por tu madre, cuídalo! ¡Pero, niña, corre, que no se vaya a caer!
Estos recuerdos, banales pero entrañables, no alivian la tristeza causada por la muerte de un grande entre los grandes, que viene a sumarse al dolor acumulado por otras ausencias irreparables, como las de Carlos Montemayor y Bolívar Echeverría. Tampoco disminuye la indignación sin atenuantes provocada por los ministros de la Suprema Corte de la Injusticia, que al renunciar a sus responsabilidades frente al homicidio de 49 bebés en la guardería ABC de Sonora, han abolido, de jure y de facto, el Poder Judicial del país, echando otra capa de pavimento al camino por el cual nos llevan cada vez con más descaro hacia una dictadura totalitaria, que ya se destaca por su marcada vocación asesina.