Por: Edna Lorena Fuerte
Cd. Juárez, Chihuahua, México
La muerte de Ernestina Ascensio Rosario, una indígena mexicana de 73 años de la sierra de Zongolica en el estado de Veracruz, no sólo es un hecho de brutalidad incomprensible que ofende y lastima con su solo relato, va más allá de la indignación que podamos manifestar sobre ello.
El caso de esta mujer es resultado de una terrible acumulación de deficiencias y aberraciones de nuestra sociedad, no se trata de un incidente vergonzoso, aislado, que haya sucedido en circunstancias incomprensibles y al que podamos tan sólo mirar con el horror a lo que no cabe en una sociedad.
Este hecho nos habla de las peores formas de exclusión, de la miseria en que vivía, en una casa de cartón y madera con piso de tierra, de sus 73 años que la tenían indefensa. Aislada en una de las zonas más pobres del estado, no tuvo atención médica inmediata, fue trasladada luego del ataque en una camioneta particular sin condiciones que atendieran a la gravedad de su cuerpo.
Una mujer violentada por la brutalidad de varios hombres, en un ataque que sale de cualquier consideración, con una vileza ni siquiera equiparable al instinto y la barbarie animal; una violencia más aberrante, la de una institución que corrompe a sus miembros.
La presunta culpabilidad de miembros del Ejército Mexicano apostados en esa zona puede no llegar a comprobarse, como ha sucedido con una larga lista de hechos similares; pero la acusación directa de los miembros de estas comunidades indígenas es un signo claro de lo que esta institución puede significar en la vida de las zonas marginales, una amenaza a su seguridad cotidiana.
Pedir justicia, que se esclarezcan los hechos, que se castigue a los culpables y se llegue hasta las últimas consecuencias es una mediocridad frente a un crimen así; es necesario que pongamos sobre la mesa la discusión de fondo, que hablemos de todas las condiciones que rodean al hecho y analicemos cómo es posible que en un país con instituciones que se precian de ser democráticas, el ejército pueda exhibir esa brutalidad con el mayor descaro, aun considerando la sola presunción de los hechos.
Ernestina no sólo fue violentada por los hombres que la atacaron y le produjeron la muerte, fue violentada toda su vida por la miseria, la marginación y el hacinamiento. Fue atacada esa tarde porque estaba sola, a sus 73 años, en una casa de madera y cartón, y no pudo defenderse. Fue asesinada porque era una mujer indígena en una comunidad serrana sitiada por el ejército. Lo último que se le escuchó fue que “los soldados se le vinieron encima”, ojalá que todo el país lo escuche para que no tenga que decir lo mismo un día.
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