Denise Dresser Tiene los ojos tristes, mi amiga. Tendida sobre la cama, cubierta con una sábana desteñida, rala. Con esa mirada anegada y medio huidiza que lo dice todo sin decirlo. Acaba de tener un aborto: triste final para una triste historia después de semanas de sufrir, padecer, cuestionar. Noches y noches de desvelo y duda. Preguntándose y preguntándome qué hacer y cómo; qué hacer y dónde; qué hacer y con la ayuda de quién. Asustada. Angustiada. Atrapada. Una mujer como tantas que se descubre embarazada sin quererlo, preñada sin desearlo. Soltera y con pocos recursos, infinitamente sola ante un mundo que la juzga sin compadecerla. Me mira y la miro, mientras a lo largo de sus ojos desfilan batallones de tristeza. Me da la mano y se la tomo. Confirmo allí, en ese momento, mi postura en favor del derecho a decidir.
Y desde entonces pienso largamente en su mirada. Esa mirada tan honda, tan profunda, tan elemental como la de mi hija Julia el día que nació. Con la nariz respingada y el pelo rubio y el alma vieja; mi hija adorada que según mi amigo Germán Dehesa en otra vida ya fue Indira Gandhi. Una niña deseada, esperada, anhelada, sin duda, con fervor. Concebida con buen amor y en buen momento. A la que vi por primera vez a las 16 semanas en un ultrasonido y me sonrió. La que nació de prisa, con ganas de estar en el mundo y desafiarlo. La que alguna vez fue tan sólo un conjunto de células y ahora es una persona de verdad. Me mira y la miro, mientras a lo largo de sus ojos desfila un ejército de posibilidades. Julia, mi Julia.
Que con su sola existencia confronta todas mis certezas; todos los argumentos políticamente correctos que durante mi adolescencia enarbolé. La idea del feto como una burbuja de protoplasma, sin alma, sin sentimientos, sin sentidos. Un huevo como cualquier otro. Algo que un ginecólogo podía remover con un instrumento quirúrgico como se remueve una verruga. Eso pensaba hasta que me embaracé de Julia y la bauticé aún antes de que naciera. Hasta que comencé a sentir que crecía y pateaba. Hasta que comencé a conversar con ella en la regadera, mientras enjabonaba un abdomen dentro del cual ya no había un pedazo de protoplasma, sino una persona a la cual quería cantarle. Susurrarle que podía ser presidente de México. Enseñarle a creer en Dios y platicar con él. Prometerle una vida con libros y música y viajes y besos y caricias. Con una madre para leerle en las noches y un padre para jugar soccer durante el día.
Allí en mis brazos, un acto de esperanza. Y yo, desde el primer día de su vida, atrapada entre dos miradas contradictorias. La de mi amiga que aborta y la de mi hija que nace. Atrapada en un lugar intermedio y por ello incómodo: entre el César y Dios; entre la democracia y la religión; entre los derechos de las mujeres y los derechos del feto que han concebido. Caminando en el filo de la navaja entre las feministas recalcitrantes y los antiabortistas intolerantes. Parada, de manera precaria, en el bando de las mujeres inaugurado por la escritora Anna Quindlen: odiando la idea del aborto y odiando su penalización. Odiando la cancelación de una vida y comprendiendo que en ocasiones es la única opción. Dispuesta a pelear por el derecho a decidir y entristecida por sus consecuencias.
Porque sé que el aborto es la decisión correcta en ciertas ocasiones, en ciertos lugares, para ciertas mujeres. Mujeres que han sido violadas o presionadas. Mujeres cuyo feto padece un problema congénito o cuya supervivencia misma está en juego. Y sí, mujeres que no pueden o quieren ser madres por circunstancias económicas o sociales o personales. Mujeres que se enamoraron del hombre equivocado y después fueron abandonadas por él. Mujeres con cinco o seis hijos, incapaces de mantener a los que ya tienen y enfrentadas a tener uno más. Todas las que forman parte de las estadísticas desconsoladoras de la Secretaría de Salud. En México, entre 2002 y 2006, el 80% de las mujeres embarazadas no quería estarlo. En México, de un millón 204 mil 548 mujeres embarazadas, 882 mil 293 hubieran preferido evitarlo. En México, el 36.2% de los embarazos no deseados se presenta en mujeres menores de 20 años.
Y por ello acaban como mi amiga, arremolinadas bajo una sábana en un lugar inhóspito, probablemente insalubre, seguramente clandestino. Muertas de miedo, muertas de frío, muertas de descuido. Clasificadas como delincuentes y condenadas como pecadoras. Acusadas de “mata-niños” o criticadas por negarse a tenerlos. Víctimas de una sociedad que prefiere cerrar los ojos, empuñar los crucifijos, regodearse en la doble moral. Víctimas de los juicios implacables, los corazones calcificados, el catolicismo que fustiga antes de perdonar. Víctimas de aquellos que –como Carlos Abascal– muestran videos de fetos desmembrados, olvidándose del dolor extraordinario que padecen los niños no deseados. Los abandonados. Los arrumbados.
Yo creo, como Anna Quindlen, que en un concurso entre los vivos y los “casi vivos”, los segundos deben –de ser necesario– ceder el lugar a los primeros. Porque eso es un feto: un casi vivo, como lo describían San Agustín y Santo Tomás. Una no-persona hasta al menos 40 días después de su concepción. Y vivo atribulada por lo problemático que resulta ese argumento para muchas personas. Consciente de que un aborto no es una decisión que se toma a la ligera ni de manera casual, y de que su despenalización no produciría hordas de mujeres entusiastas, paradas en una cola para obtenerlo. Opuesta a quienes creen que la demanda en favor del derecho a decidir es algo que se le ocurrió a las feministas una tarde tomando café en Starbucks. Molesta por la forma estridente e intolerante en la cual miembros de Pro-Vida y la Iglesia católica se han pronunciado sobre el tema.
Hombres de negro hablando de “costos de sangre”; hombres de blanco amenazando con la excomunión; hombres con uniforme del Ejército protegiendo la reunión de un grupo antiabortista; hombres con sotana obsesionados con la vida de los fetos, pero despreocupados ante las acciones de los pederastas. Hombres, todos hombres. Ni un útero a la vista. Ni una sola persona que podría quedar embarazada y despertar apabullada. Jorge Serrano Limón y Onésimo Cepeda y Norberto Rivera y Carlos Abascal, congratulándose por defender las reglas que han elaborado para mantener a las mujeres en su lugar. Usando su posición jerárquica para amedrentar en vez de comprender.
Hombres, de nuevo hombres. Al frente de un debate donde la religión intenta imponerse sobre la democracia; donde las obligaciones morales son usadas para posponer las garantías liberales; donde la oposición al derecho de una mujer a decidir sobre su propio cuerpo oculta la oposición al derecho de una mujer a decidir sobre su propia vida. Porque los opositores a la despenalización del aborto tienen una agenda oculta. Son personas que demuestran –con sus palabras y sus acciones– cuán molestos están con las mujeres pensantes. Las mujeres demandantes. Las mujeres conscientes. Las que dicen “no” y preguntan “por qué”. Las que leen la Biblia y Aura al mismo tiempo. Esas mujeres ante las cuales los clérigos tuercen la palabra de Dios para usarla como instrumento contra la equidad de género. Esas que si obtuvieran la capacidad para controlar su fertilidad, serían más capaces de controlar su futuro. Como lo hará, sin duda, mi hija Julia.
Alguien que a sus 10 años se sabe persona con derechos. Alguien que jamás dejará a un hombre como Jorge Serrano Limón decidir por ella. Alguien que caminará por el sendero que su madre y tantas mujeres que la precedieron seguirán pavimentando para ella y para las que vengan detrás. Porque aquí estaré y estaremos, señalando la deshonestidad de los argumentos contra la despenalización, condenando la insensibilidad de quienes juzgan a las embarazadas sin haber estado jamás en su lugar. Porque no importa cuánto se obstaculice o se pontifique, las mujeres de México seguirán buscando una manera de acabar con un embarazo no deseado. Lo han hecho y lo seguirán haciendo: con agujas de tejer o con doctores en clínicas clandestinas, como mi amiga de los ojos tristes. Hasta el día que obtengan el derecho a decidir.
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