Julio Pomar
Lo que tenía que pasar, pasó. Don Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, a quien nadie de importancia en la izquierda mexicana se había atrevido a criticar a fondo por su equívoca y ambigua postura respecto de la candidatura perredista de Andrés Manuel López Obrador en el 2006, él mismo se encargó de aclarar lo que era ya un rumor a gritos respecto de su postura hacia Felipe Calderón, que a la postre implica, a la vez, su postura ante López Obrador.
Él, Cuauhtémoc Cárdenas, acaba de decir su verdad de que considera como presidente de México a Felipe Calderón Hinojosa simplemente “porque está gobernando”. Y agregó: Calderón “encabeza un gobierno constituido, reconocido por otros gobiernos” y “por todos los sectores de la sociedad”. Luego, “a mí me parece que hay que reconocerlo” (La Jornada, 18 de octubre de 2007). Hay que sumarse a esta “cargada”, pues.
Su postura ahora ya es inequívoca. Hay que reconocer como presidente a Calderón y, por lógica consecuencia, hay que desconocer a quienes no aceptan que Calderón es el presidente de México. O sea, hay que desconocer la postura de los perredistas y de AMLO, para quienes Calderón sólo es un presidente “de facto”, espurio e ilegítimo. Mejor lanzada para dividir a las izquierdas no la habrían podido pergeñar las mentes poco astutas de la derecha que dice que gobierna a este país. No ha tenido Calderón que quebrarse mucho la cabeza para encontrar un aliado en la izquierda que lo favorezca en sus afanes de legitimación, y para dividir a esa gran corriente política, sino que lo ha hecho el anterior adalid indiscutido de la propia izquierda, y sin mucha astucia, por cierto.
Cuauhtémoc Cárdenas aparece, así, por segunda vez legitimando la presunta derrota electoral de la izquierda. La primera fue cuando se plegó al resultado fraudulento de las elecciones de 1998 que favoreció a Carlos Salinas de Gortari. Su justificación, dicha casi en voz baja, como con vergüenza de expresarla, fue que no quiso “ensangrentar” al país con una oposición abierta y resuelta al fraude electoral del 98, ya que habría concitado una feroz represión. Acaso por eso mismo –según lo reveló años después Muñoz Ledo– se entrevistó a solas, sin informarle a nadie de sus seguidores –en secreto, pues– con el mismo Salinas que dubitaba del resultado de la elección pues sabía los arbitrios ilegales y tramposos a los cuales se debía su aparente triunfo, pero arremetía inconteniblemente por su legitimación. A Salinas de seguro le cayó como anillo al dedo el encuentro con don Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, el entonces líder indiscutible de la inmensa oleada democratizadora nacional. Si ya al principal líder opositor, a quien se daba por ganador de la contienda electoral de manera destacadísima entre las filas priístas y salinistas, se le había vencido, para qué necesitaba legitimación mayor de otros. Acto seguido, Salinas se consagró a abrirse camino en los enredijos de la política mexicana, para afianzarse en el poder. Y lo consiguió, como se sabe, pero no por el camino certero y limpio de la veracidad electoral, sino por el tortuoso de los arreglos tras bambalinas.
Ésta, la de Calderón, es la segunda vez que Cárdenas pretende legitimar al presunto triunfador de las elecciones presidenciales. ¿Cuál o cuáles son las motivaciones? Parece haberlas de dos niveles. Una, sus diferencias con Andrés Manuel López Obrador, que lo llevaron invariablemente a “sacarle el bulto”, a no definirse hacia la candidatura del de Macuspana, aunque siempre con expresiones y actitudes sesgadas, no frontales. ¿Dos concepciones distintas de país y de estrategia política? Puede ser, pero eso nunca quedó en claro, ni siquiera cuando Cuauhtémoc Cárdenas propuso a discusión su propuesta sobre México, sin entender lo que entendieron bien en el campo obradorista: sólo quería negociar posturas y posiciones ante el candidato que ya para entonces estaba convertido en un inmenso líder del pueblo en insurrección política, ya en los tiempos finales del foxismo. Anduvo a destiempo, como ha solido hacerlo, carente de ideas estratégicas y tácticas, queriendo debatir académicamente cuando era el momento de hacer resonar los tambores de guerra.
La otra, es su nunca desmentida proclividad a mantener su cacicazgo michoacano, en este caso a través de su hijo Lázaro Cárdenas Batel, el actual gobernador de la entidad. Su reconocimiento de Calderón como presidente tiene este ingrediente clave, y doloroso para muchos. Como Calderón es michoacano y está decidido a dar la batalla para que un panista se corone como mandatario local, Cárdenas hace un viraje abierto y franco, para cualquiera de dos cosas, o de las dos: que se le reconozca su cacicazgo local, que ahora sería a través de Leonel Godoy, el candidato perredista a esa gubernatura; o que simplemente se le respeten los cotos de poder locales al cardenismo familiar, si llegase a triunfar el candidato panista. O puede parecer, asimismo, que le está diciendo a Calderón que no se preocupe por no ganar en Michoacán, que él sabrá responderle ya que lo está reconociendo como el presidente de México y lo mismo ha hecho Leonel Godoy.
Una batahola de respuestas ha despertado esta declaración última de don Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano entre los perredistas de todo tipo, en la víspera de decisiones internas a nivel nacional en el partido del sol azteca. Da aliento a los que ya se quieren diferenciar de AMLO en su postura radical contra la derecha y el calderonismo –los Chuchos de la corriente Nueva Izquierda, por hoy mayoritarios en el PRD– y se prepara, llegado que sea el caso, a deshacerse de los obradoristas en el mismo partido. Jugada que, de tan elemental, todo mundo la está entendiendo, pero también levanta la más profunda molestia de quienes se la han jugado, desde la base hasta las cúpulas partidistas, por la democracia y contra el fraude electoral, quienes se preguntan si toda su lucha, sacrificios y muertes por democratizar a México se van a reducir a conservarle a don Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano su heredad feudal michoacana, y si para eso valió la pena tanto esfuerzo y tanta entrega.
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