Carlos Acosta Córdova Desde hace 14 años, cuando entró en vigencia el
Tratado de Libre Comercio para América del Norte, los países firmantes –Estados Unidos, Canadá y México– acordaron que a partir de enero de 2008
se retirarían los aranceles a todos los productos agropecuarios. Y llegó la hora cero sin que nadie, ni
el gobierno ni los empresarios ni los productores, cumpliera con su cuota para finiquitar este compromiso. Y sólo ahora, cuando se desgravan los últimos cuatro productos –maíz, frijol, azúcar y leche–, algunos sectores se rasgan las vestiduras.
Apartir del martes 1 de enero, productos como maíz, frijol, azúcar y leche, los últimos que quedaban por desgravar al ciento por ciento en el marco del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, podrán entrar al país libres de arancel.
Esta apertura, desde la perspectiva del gobierno federal, de los empresarios y de quienes se dedican al análisis del comportamiento cotidiano de los mercados agrícolas en México y el mundo, no significará una tragedia nacional ni una catástrofe para la economía ni la desaparición del campo mexicano.
Más aún, insistir en renegociar el capítulo agropecuario del TLCAN y excluir de él al campo, en particular al maíz, como exigen organizaciones sociales y campesinas, es apostar a hacerle el juego a Estados Unidos.
Juan Carlos Anaya, director general del Grupo Consultor de Mercados Agrícolas, empresa que desde 1996 se dedica al análisis de la información de los mercados nacionales e internacionales de granos y que presta servicios lo mismo a dependencias gubernamentales que a empresas del ramo, dice:
“Sacar el maíz del TLCAN no nos conviene, como país, en ningún sentido, porque somos deficitarios. Si ponemos barreras arancelarias a las importaciones y fijamos precios, saldrían más perjudicados los consumidores finales y el sector pecuario. Haríamos menos competitivo al sector agroindustrial, que ha crecido mucho. Los gringos, felices de que lo hiciéramos, porque en lugar de querer exportarnos maíz, nos exportarían puerco, pollo y carne, que ya lo hacen. Pero si nosotros tronamos nuestra agroindustria ellos van a estar encantados: les conviene más exportarnos productos terminados, con más valor, que vendernos grano.”
Y muchas veces ni siquiera se trata de productos con alto valor –agrega Fernando Cruz, director de Proyectos Especiales de la misma empresa–, como en el caso del pollo. Explica: “Lo que comemos en México es, sobre todo, pierna y muslo, que para ellos es desecho. Ellos consumen pechuga, toda, no se desperdicia; nos envían desperdicio, que no tiene valor en su mercado, y nosotros se lo compramos muy bien. Y eso va en detrimento de la industria avícola de México”.
Conforme se fue acercando la “hora cero”, el “plazo fatal” para la apertura total de aquellos productos, los medios informativos han inundado el país con los peores augurios, el presagio de horas, días, meses y años de tormenta y desastre para el campo mexicano. Empero, una revisión menos emotiva de los hechos y los datos duros, desde que entró en vigor el TLC en 1994, indica que lo que vendrá a partir del 1 de enero no será radicalmente distinto: el campo no estará peor de lo que ya está.
Ello no quiere decir que no pasará absolutamente nada. Propios y extraños advierten de los riesgos. El secretario de Agricultura, Alberto Cárdenas, si bien ha dicho que no habrá una “bronca fuerte” por la apertura de fronteras para el maíz, frijol, azúcar y la leche, admite que “2008 no será un año fácil y tranquilo”, pues hay focos amarillos en varios frentes de producción: en la de cerdo, por la baja de los precios internacionales; en la de atún, por una reducción sensible de la captura; en la de azúcar, por los grandes excedentes y la dificultad para colocarlos en el exterior debido a los altos precios internos.
Los empresarios del campo, sobre todo los grandes productores –quienes enfrentarán la apertura–, tampoco se rasgan mucho las vestiduras. Jaime Yesaki Cavazos, presidente del Consejo Nacional Agropecuario, por ejemplo, dice a Proceso: “Aunque seremos los más afectados, porque nosotros sí entraremos en franca competencia por la apertura, el 1 de enero será como cualquier otro día, con algunas salvedades, pues al cabo de 15 años de TLC ya estamos abiertos en todo y no se ha destruido ni el campo ni la industria”.
Rechaza lo que dicen las organizaciones campesinas en el sentido de que el TLC ha propiciado el desplome de la producción de maíz en México: “No es que produzcamos menos –que de hecho es al revés: ahora se produce más que al inicio del Tratado–, sino que cada vez necesitamos más maíz, somos deficitarios y debemos importar cada vez más para satisfacer la demanda del sector pecuario, que está creciendo mucho”.
Sin embargo, Yesaki observa que existe el riesgo de que, con la apertura total en el caso de los granos, particularmente el maíz, los grandes comercializadores, brokers o coyotes, como se les quiera llamar, “den preferencia a la compra en el extranjero, haciendo a un lado las cosechas nacionales. Eso provocaría que, ante una menor demanda, los productores nacionales tendrían que bajar sus precios. Si no se fortalecen los mecanismos oficiales de protección a productores, puede darse el caso de que los especuladores abusen de los productores medianos y pequeños”.
Un ejemplo de ese riesgo puede darse con alta probabilidad en los mercados regionales, como los del Golfo de México, muy cercanos a Nueva Orleáns, Estados Unidos, y que los comercializadores podrían preferir importar el maíz de allá que traerlo desde Sinaloa, que por la lejanía, el transporte y la logística les resulta más caro.
No hubo catástrofe
El director general del Grupo Consultor de Mercados Agrícolas (GCMA), Juan Carlos Anaya Castellanos, asegura que la apertura total no es motivo para tirarse al llanto. Antes del TLCAN, ejemplifica, ya estaba totalmente libre de arancel el sorgo –que también es de alto consumo para el sector pecuario–, y no pasó nada: el país producía un promedio de 4 millones de toneladas y ahora produce 6 millones.
En 2003, agrega, se liberó el trigo y no hubo catástrofe: seguimos produciendo trigo, aunque sí importamos bastante, pero los productores de ese grano no desaparecieron. Con el maíz, que es el grano emblemático del país, la situación es más compleja, pero tampoco puede augurarse una tragedia.
Dice Anaya: “Somos un país deficitario y necesitamos complementar nuestro abasto con maíz de importación. Que no es bueno para el país, cierto, pero es nuestra realidad. Nuestro país no es un país granelero: las condiciones de nuestras superficies no son de características muy productivas. Además hay un grave problema en el contexto de nuestro sector agropecuario, donde tenemos un tema ancestral que es el minifundio”.
Para él, el problema del maíz y del campo en general rebasa la circunstancia del TLCAN. Ni antes ni ahora con 14 años de TLCAN se han superado los problemas de baja productividad y baja rentabilidad del campo. Explica Anaya: “Tenemos una superficie agrícola pulverizada. Hay en el país más de 3.5 millones de productores agrícolas, pero más de 70% de ellos tiene menos de 5 hectáreas; 57%, menos de dos hectáreas, y 23% menos de una hectárea. En Estados Unidos, el promedio por productor es de 49 hectáreas, y en Brasil tienen latifundios.
“Entonces, es difícil hacer que nuestros productores puedan vivir de esas cinco o menos hectáreas, porque los ingresos que les deja el campo apenas son de 30% a 40% y lo demás lo complementan con remesas y otros ingresos. Remesas de dos tipos: las que les llegan de Estados Unidos y las de las ciudades del país. Hay muchos productores que vienen a las ciudades a trabajar de albañiles, a cuidar coches, a emplearse en lo que sea… como es el caso de miles de maiceros del Estado de México.”
Ante la alarma que se ha extendido porque supuestamente la apertura va a golpear a todos los productores nacionales de maíz, Juan Carlos Anaya matiza: “De los casi 3.5 millones de productores agrícolas, cerca de 1.9 millones se dedican al maíz. Y de éstos sólo entran 79 mil al canal de comercialización. Esos son los productores que sí van a enfrentar la apertura comercial. Los demás, que son de autoconsumo o que venden su producto en el mercado regional, van a seguir viviendo su realidad; triste, pero no más grave de lo que ya es”.
También rechaza que las importaciones libres de maíz repercutirán en el precio de la tortilla, el ingrediente emblemático de la comida diaria de los mexicanos. “Para atender este mercado se requieren alrededor de 8 millones de toneladas métricas, las cuales están 100% garantizadas, ya que la producción de maíz blanco en nuestro país es mayor que esa demanda. Somos el principal productor de maíz blanco en el mundo. De hecho, de los ciclos otoño-invierno pasado y el actual de primavera-verano, tenemos excedentes que deberán ser adquiridos por el sector pecuario, sustituyendo importaciones de maíz amarillo o sorgo”.
No hay razón tampoco, insiste, para esperar que el maíz de Estados Unidos desplace la producción nacional y esto provoque un encarecimiento en toda la cadena del maíz. El gobierno ha dejado claro que mantendrá los subsidios y los esquemas de protección a los productores. En principio, Estados Unidos, con todo y que es el principal productor y exportador de maíz del mundo –en su territorio se genera casi 44% de la producción mundial; sus exportaciones significan casi 65% de las ventas de maíz en todo el mundo–, no tendría capacidad para inundar de grano al país, pues él mismo está registrando una extraordinaria demanda interna para enfrentar la creciente producción de etanol y atender sus proyectos relacionados con otros biocombustibles.
De hecho, esto último ha favorecido a los productores nacionales, pues el precio del maíz se define en los mercados internacionales. En el último año, el precio del maíz aumentó 10%; respecto de 2002, creció 72%. De tal suerte que ahora los productores nacionales venden la tonelada de grano entre 2 mil 200 y 2 mil 400 pesos. A principios de 2007, cuando se registró la crisis de la tortilla, pudieron colocar la tonelada hasta en 3 mil 400 pesos, dice Anaya.
Ventajas… con riesgos
De acuerdo con un análisis del GCMA, el productor nacional recibe mejor precio por su maíz que sus homólogos estadunidenses, a quienes les pagan por cada tonelada el equivalente a mil 490 o mil 526 pesos. Es decir, los productores mexicanos reciben entre 48% y 57% más que sus vecinos del norte.
A pesar de ello, los productores nacionales perciben menos que a finales de 2006 y principios de 2007, razón por la cual no tendría por qué subir el precio de la masa y la tortilla, como afirman algunas organizaciones.
Por otra parte, los esquemas gubernamentales de protección al productor seguirán vigentes, como el de Agricultura por Contrato –desde la siembra, productor y comprador pactan el precio–, el de Compras Anticipadas –se establece un “precio piso” al productor y un “precio techo” al comprador– y el de Ingreso Objetivo.
Este último es importante, sobre todo para los productores que enfrentarán la apertura. Juan Carlos Anaya lo explica: “En términos sencillos, es como un precio de garantía, un ingreso garantizado que de común acuerdo fijan gobierno y productores. Actualmente el Ingreso Objetivo es de mil 650 pesos la tonelada. Si por razones de mercado el precio del maíz bajara a mil 400 pesos, el gobierno pone la diferencia: 250 pesos. Pero como ahora la tonelada ronda los 2 mil 400 pesos, el gobierno no pone nada.
“Igual pasa en Estados Unidos. Allá el ingreso objetivo es 103 dólares para el maíz, pero como el productor recibe 133 dólares promedio por tonelada, no hay subsidio alguno. De hecho el ingreso objetivo en México, en dólares, es más alto: 157 dólares.”
Con esos datos, de paso, se matiza la idea de que por los altos subsidios que tienen los productores de Estados Unidos acabarán con los nacionales. “Lo que sí traen los gringos son esquemas de financiamiento y de seguros mucho más competitivos, que los hacen ser más productivos y rentables que nosotros”, admite el director del GCMA.
Y añade que en Estados Unidos se producen en promedio nueve toneladas por hectárea, “mientras que nosotros sólo 2.9 toneladas por hectárea. Aunque hay regiones, como Sinaloa, Chihuahua y algunas partes del Bajío, que producen al mismo nivel que los productores de allá, quizá con costos más altos. Otra diferencia es que el mercado estadunidense apoya mucho sus exportaciones, provee financiamiento a tasas de interés preferentes, unos 3 a 5 puntos porcentuales menos que en México”.
Sin embargo, Anaya asegura que “nadie puede decir que no va a pasar nada con la apertura total”. Explica: “el riesgo para nuestros productores es que los volúmenes de importación que adquieren los consumidores, principalmente pecuarios, obtienen esquemas comerciales integrales, ya que los proveedores internacionales se encargan de la logística y otorgan financiamiento muy competitivo y las cosechas nacionales adolecen en su mayoría de éstos. Por la falta de organización de los productores de administrar la oferta por no tener bodegas, financiamiento de inventarios, información y servicios logísticos, tienen que vender sus cosechas cuando los precios son bajos o el mercado de la demanda está en pocos compradores”.
Buena parte del ruido que se ha hecho por la liberalización total de importaciones, que entrará en vigor este martes 1 de enero, es porque se ha creado la impresión de que la apertura de fronteras empezará ese día. Pero eso es erróneo, pues la desgravación arancelaria se ha dado paulatinamente desde que empezó el TLCAN, en 1994.
Ese año, las importaciones de maíz estaban gravadas con un arancel de 206.4% sobre el valor de lo importado. Al término del gobierno de Ernesto Zedillo, en 2000, el arancel era de 145.2%; cuando acabó el de Fox, en 2006, fue de 36.3%. En 2007, el primer año de Felipe Calderón, el arancel es de 18.2%, y desde el martes 1 de enero será de cero.
Es decir, la apertura ya estaba. Nadie puede llamarse a engaño ni mostrarse sorprendido. Todo mundo coincide –gobierno, empresarios, organizaciones campesinas– en reconocer que nadie “hizo la tarea” en los 14 años del TLCAN para enfrentar la “hora cero”.
Y lo que no se hizo, en síntesis, fue: modernizar el campo; dotarlo de más recursos; eficientar el creciente gasto público para él, evitar que muchos de esos recursos se quedaran en organizaciones campesinas que operan más con fines políticos que productivos; organizar a los productores, capacitarlos, darles acceso a tecnología y financiamiento para aumentar su rentabilidad y competitividad; compactar tierras –no vender– para evitar que la pulverización de la propiedad inhiba la productividad y el uso de paquetes tecnológicos, equipo, maquinaria; reglas claras y justas en la comercialización; el uso de coberturas de precios, seguros agrícolas generalizados; en fin, voluntad de todos para cambiar el campo; políticas públicas claras, de largo alcance, para enfrentar la competencia que llegó para quedarse.
Por no aplicarse el país en ello, el resultado del TLCAN en materia agrícola, especialmente en el maíz, es más que vergonzoso: de producirse 2.2 toneladas por hectárea al inicio del tratado, ahora se producen 2.9 toneladas; la producción pasó de 18 millones de toneladas al año a 23.3 millones, un triste aumento de poco menos de 30% en 14 años, tan insuficiente que se seguirán importando alrededor de 10 millones de toneladas de maíz amarillo al año, casi 130% más de lo que se importaba –4.5 millones de toneladas– al inicio del TLCAN.
En el pecado se lleva la penitencia. l
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